Por Lázaro Boza Boza
Ya nadie recuerda su nombre. Las brumas del tiempo, también suelen correr su manto sobre esta isla, donde brotan leyendas como arroyos cantarines que humedecen y perfuman el acervo de Mantua.
Nació guajiro, en lo temprano del siglo, como tantos en esta tierra que, a punto de ser libre, cayó en manos yanquis.
Entre las montañas, en el valle de Caracoles, en Bayajá, o en Santa María, vivía con sus padres y hermanos, en una tierrita de insignificancia que se le antojaba grande, rodeada de montes cuajados de verde profundo; allí, vivía, y soñaba.
Nadie puede asegurar que haya asistido a la escuela, o si su madre, en viejos manuales de la colonia, le enseño las primeras letras.
Nadie le habló de Espinela, o de la poesía libre y hermosa del que cayó en Dos Ríos unos años atrás.
Era poeta porque si, por la voluntad de quién sabe qué ser etéreo, musa enamorada, o qué espíritu beckeriano encarnado en su cuerpo.
A los diecisiete, tanta pasión contenida, le atenazaba el cuello y le oprimía el pecho. Y aquella mañana, en el campo de malangas, con el sol picante en la nuca y el sudor espeso surcándole el rostro, bajó al río.
Acostado sobre las piedras del vado, bebió del remanso, donde agua cristalina marchaba sin prisa bajo la bóveda de árboles.
Lavó el rostro y refrescó los pies en la lenta corriente. Miró a la altura y vio la lluvia de hojas secas que el viento de estación arrancabaa la fronda añeja.
Hojas que caen al agua
en la corriente del río
Bendicen el amor mío
con la arbórea centenaria…
Así cuentan que empezaba el poema de amores y olvidos que su azorado hermano le escuchó.
_Papá, corrió el chico, tienes que oír lo que sabe…
Y él, que ya salía de la vereda:
_Nunca más papá, nunca más volveré a partirme el lomo pa´ un terrateniente, con lo que yo sé, no necesito esto.
Así le dijo al guajiro que, mudo de asombro, estrujaba el sombrero y miraba a su hijo desde la extracorpórea dimensión de un ser de fábulas.
Y se fue por el mundo con su musa ardiente; y cuentan que en verso, en décimas y en prosa, fue grande, único, respetado, querido y odiado.
Dicen los ancianos que un día, siendo un señor de dineros iba por esos caminos y se encontraron.
Él, hombre de alta cabalgadura, montura repujada, y sombrero de paño. El otro, un chiquillo, negro, ajado, con harapos por vestimentas y un morral a la espalda.
El poeta, musa en ristre, disparó el verso hecho pregunta:
_Negrito, ¿Tu eres la perla?
Y cuentan que aquel ser de pobreza extrema, contestó:
_No señor, lo han engañado,
porque si yo fuera perla,
no estuviera en este estado.
Aunque algunos se empeñan en afirmar que respondió con un verso más profundo:
Perla soy pero, de cobre
Grandes penas me persiguen,
Soy perla que nadie quiere,
Adorno que usan los tristes.
Puede que, tal vez, nunca existió tal historia. Pero los que la cuentan insisten que el hombre, que había derrotado a mil jilgueros, desmontó del caballo y le extendió un billete de cien pesos al niño.
_Toma, me has derrotado.
Dicen que fue el mismo Satanás quien lo puso a prueba. Que su vida de bardo enojó a los dioses.
Ya nadie recuerda el nombre del poeta mantuano que cantó a las hojas, al río y a los montes de su nacimiento. Es otra de las leyendas que adornan esta tierra del noroccidente de la isla, donde vivo.
RPNS: 2199 ISSN: 2072-2222