El tesoro en la barranca

Por Lázaro Boza

Ocurrió en los ya lejanos 80 del pasado siglo. No más, mi abuelo Gabriel- también mi padre por circunstancias de la vida- ponía la cabeza en la almohada, volvía aquel sueño: era la barranca norte del paso del río de Monte Malo, donde habíamos vivido hasta el año 79. Allí donde el recodo era más pronunciado y las pomarrosas extendían su manto protector pespunteado de estrellas amarillas mi viejo se veía cavadora en mano,  y aquel hombre de negro, con bastón guarnecido en oro y sombrero de paño,  indicando una esquina del borde arcilloso.

Mi abuelo cavaba y cavaba, y las monedas de oro español se mezclaban con el barro. No mediaban  palabras en su alucinación que se multiplicaba noche tras noche, por espacio de diez largos años que derivaron en el difícil 1993.

Por aquellos tiempos, el país estableció la  compra de objetos valiosos  para generar divisas. Y aquello fue el detonador para lo que muchos dieron en llamar, “la fiebre del oro”.

El territorio de Mantua, con una historia fundacional llamativa y un extenso arco que apunta al Golfo de México-  ruta obligada de corsarios y piratas- fue agujereado de una punta a la otra  para encontrar las alhajas, monedas y lingotes robados siglos atrás por los bandidos del mar.

Un ejército de pobladores y forasteros se encargó de cavar en cuanto lugar señalara la exégesis popular como posible punto de enterramiento. Los que no tuvieron la dicha de encontrar  máquinas buscadoras de metales, se las arreglaron con cuatro varillas imantadas, a las que insertaron- cual fetiches- mercurio proveniente de  decenas de termómetros  y monedas de oro o plata remachadas en  los extremos.

El artefacto era manejado por dos hombres que debían tener “corriente”: uno frente a otro, las manos extendidas, y sobre las palmas, las cuatro varillas topadas por las puntas. Si se inclinaban a la derecha, avanzaban en esa dirección, si lo hacían a la izquierda, cambio de rumbo, y si se abrían en rombo, significaba la localización del tesoro.

En casa solo se hablaba del sueño de Pipo. Un buen día, tío Herman, uno de los más entusiastas buscadores de la villa, apareció con las afamadas varillas que  nos harían ricos.

El viejo no quería escuchar del tema. Dijo que, aquellos “hierritos” eran un cuento de camino para engañar tontos, y solo se convenció cuando le pidieron enterrar una moneda y fue encontrada con la susodicha “máquina” tras decenas de vueltas por el patio.

Se armó la expedición: el carromato con el caballo “Perico”, mis tíos Niño y Herman, el viejo, y yo, a la sazón talento “eléctrico” con las varillas de marras.

Salimos antes del amanecer de modo que, sobre las ocho de la mañana ya estábamos en la ubicación.

El río de mi infancia, ahora en medio de la nada, deslizaba sus aguas rumbo al mar. El bosque, ruidoso en esa época del año, anunciaba la explosión de vida que tanto me cautivara de chico. Las varillas marcaron en rombo, y comenzó la excavación. Por turnos nos metíamos en el hoyo que por momentos se hacía más y más hondo.

_Hay carbón aquí abajo- dijo tío Niño.

Y esa fue la señal: el silencio se adueñó de la mañana mientras, en el paso, se escucharon golpes secos contra el agua; un olor insistente a perfume se extendió por la floresta y el cauce, y Herman, sentado junto al viático de la jornada, inició un comer nervioso acompañado de una risita nerviosa, imposible de pasar por alto:

_Cooo..man, coman chicharrones- decía, mientras masticaba a dos carrillos, sin importar la dureza del alimento que, imparable,  metía en su boca.

Sin intercambiar palabras salimos al limpio, ensillamos a “Perico” y regresamos al pueblo. Del asunto, por inexplicable, no se habló jamás.

Mi viejo, no volvió a soñar con el tesoro en la barranca aunque la “fiebre del oro” continuó por muchos años, y muchos no abandonan la esperanza de encontrar el tesoro de Mérida.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.