Escuela pasada

  Por Lázaro Boza Boza

Nunca leí tanta literatura pedagógica como en aquel invierno de 1997, cuando fui nombrado subdirector general integral de una escuela al campo en Sandino. Tenía veinticinco años, recién graduado de la especialidad de Inglés y no tenía la más mínima idea de lo que era un centro interno con más de quinientos alumnos, medio millar de vidas, personalidades diversas, hogares diferentes, vidas, en su mayoría, paralelas.

La universidad me había desarrollado el instinto; sabía que para educar no sólo era necesario enseñar en las aulas, sino también comprender la originalidad de cada discípulo, tener en cuenta sus particularidades individuales, pero: ¿Cómo hacerlo?

Entonces apareció Antón Semionovich Makarenko. Si, lo sé: ruso, nada cercano al cubaneo de la escuela de los 80, pero en él estaban algunas de las  respuestas.

Así comencé a aplicar aquellas experiencias de su, “poema Pedagógico”, fundamentalmente las que combinaban lo cognoscitivo con lo emocional, la ocupación del tiempo libre con distracciones como el teatro, ideal para las noches de apagones en una plazoleta rodeada de antorchas al estilo medieval.

Dicen que Makarenko era de estatura un poco mayor que mediana, delgado y esbelto, con cabeza rapada a lo cepillo, rostro con rasgos acusados, en el que sobresalía una prominente nariz, siempre con binoculares, tras los cuales, cautivando por su inteligencia, brillaban unos ojos grises semientornados. Por esos tiempos me corté el pelo más o menos igual y, aunque nunca he usado espejuelos, confieso que me hubiese gustado un poco de comparación, aunque, lamentablemente, mis colegas no sentían ninguna identificación con el genial pedagogo, del que no escucharon, por demás, ni media palabra en sus años de estudiantes.

Cuenta Makarenko en, Poema… que para educar a todos a la vez, y no a cada uno por separado, hay que tener la perspectiva necesaria, igualmente comprensible para todos, de modo que puedan satisfacerse plenamente las demandas más apremiantes, materiales y culturales, de los alumnos. Así me di  a la tarea de organizar la vida de la inmensa escuela de tal manera que los propios alumnos se sintieran dueños de los edificios, el plan de producción y la disciplina.

Para lograrlo opté por darles grandes metas    colectivas que involucraran los intereses individuales. Eran tiempos difíciles: el país transitaba por  el fiordo más profundo de la crisis y los alimentos escaseaban, así se me ocurrió incursionar en la agricultura de subsistencia. Teníamos un tractor y algunos aperos, de modo que comenzamos a plantar viandas en terrenos aledaños, otrora citrícolas, y a la sazón presas del marabú.  Y la idea prendió y se multiplicó en cada espacio que pudiera ser plantado con acelgas, coles, pimientos, cebollinos, y también flores.

Así surgieron los condimentos embasados, la cría de cerdos, carneros  y gallinas. Los chicos comenzaron a transitar por la noción de » lo nuestro» hecho que  convertí  en uno de los puntos de partida del  trabajo educativo posterior.

Fiel a las enseñanzas de Makarenko, dediqué tiempo y energías a la lectura. La biblioteca de la escuela, otrora santuario de formalidades, se convirtió en centro de debate, conocimientos y razones en las que se involucraban alumnos, profesores y trabajadores de servicios. La clave siempre estuvo en la selección de temas novedosos, libros polémicos y saberes aplicables.

Se leían también novelas autobiográficas, y textos que bajaban a los héroes del pedestal y los despojaban del frío mármol para convertirlos en seres de carne y hueso: El Martí que yo conocí,  Mi general Máximo Gómez, Pasajes de la Guerra Revolucionaria, La última mujer y el próximo combate.

A los niños y las niñas les gustaba saber que los hombres y mujeres que hicieron la historia se parecían a ellos.

Otra de las prácticas que tomé del genial pedagogo fue su innovadora organización de la colectividad. El destacamento seguía siendo la unidad estructural fundamental pero, sin encomendarme a ministerio alguno, incursioné en los grupos de tareas mixtos, formados por un plazo no mayor de una semana. Estos se ocupaban del cumplimiento de una tarea temporal y eran disueltos en cuanto ésta se había realizado: el objetivo era enseñar la responsabilidad del  liderazgo a cada miembro de la gran colectividad, a la par de desarraigar la idea tradicional de las escuelas internas en la que, el líder, no siempre era el más inteligente, y siempre, – sin excepción- era el forzudo con problemas de carácter.

De aquellos destacamentos mixtos  mantuve el “Equipo Contingente”. Su existencia comenzaba fuera del aula, y su composición sumaba estudiantes de séptimo, octavo y noveno grados. Las tareas de este grupo eran las más difíciles dentro de la dinámica de la escuela. Ya dije que eran tiempos difíciles, como difícil era alimentar cerca de quinientos seres humanos en etapas de crecimiento, siempre necesitados de calorías.

Eran los encargados de cosechar, preparar alimentos,  construir, reparar y cuanta tarea fuera precisa en pos del bienestar de la mayoría.

Doce de la noche y el  claxon de un Zil 130 nos despierta; corremos a la cocina y, ¡Oh, maravilla!  Veinte cántaras de yogurt de doce litros cada una nos esperan.

_Tienen que vaciarlo antes de una hora, porque los embases hay que regresarlos a la fábrica- dice el chofer.

Y yo, feliz por el botín, indico al profesor de guardia:

_Despierta al Equipo contingente.

Los pedagogos que lean este testimonio seguramente se escandalizarán: ¡Niños en horario de sueño!

Si, es cierto, pero los tiempos no perdonaban, y aquellos niños y niñas, que realizaron cientos de tareas en bien de sus compañeros, llevaban el esfuerzo con orgullo, porque sabían de la utilidad de sus vidas y del agradecimiento general por sus actos.

Cada integrante del Equipo Contingente llevaba un distintivo en el hombro, tenía un promedio superior a 95 puntos y estaba en excelentes condiciones físicas.

Hoy puedo nombrarlos a todos: Alien, que es ingeniero informático, Darién, ingeniero en automática, Heinier, que es empresario, Edel, médico, Yenier, analista de datos, Yalena es doctora y los demás se hicieron excelentes profesionales, y en cada uno de ellos vive un poco de mi y de su Equipo Contingente, formador de voluntad y carácter, valores tan necesarios en estos tiempos, y no siempre tan abundantes.

De Makarenko aprendí que, si se quiere tener éxito en el trabajo pedagógico es imprescindible acentuar la atención para con la colectividad como un todo orgánico y que debemos renunciar por completo a la idea de que para una buena escuela se necesitan solamente  buenos métodos dentro de la clase: lo que ante todo se precisa – decía-  es un sistema científicamente organizado de todas las influencias, porque el aula- digo yo-  no lo aporta todo, ni es el único espacio en el que el maestro ha de cumplir su sagrada tarea formadora.

Aprendí también, como ley cardinal, que el movimiento es lo fundamental en la vida de la colectividad, y la detención es su muerte. Como estratega pedagógico de experiencia, Makarenko comprendió que la inactividad puede transformarse en un fenómeno temible, porque, tras el logro de un objetivo, la colectividad necesita con prisa otra perspectiva, nueva, atractiva y difícil de alcanzar.

Cuando miro atrás, recuerdo anécdotas que hoy me causarían grandes quebraderos de cabezas, y seguramente no serían comprendidas por pedagogos de nuevo tipo o los mismos padres.

Solía ocurrir que algunos comestibles, de aquellos que, haciéndonos los de la “vista gorda”, dejábamos pasar a los albergues, se “extraviara”.

Era un asunto peliagudo, sobre todo porque los niños y niñas no provenían de hogares con iguales posibilidades económicas. De modo que, solían tomar “prestado” alguna que otra golosina. Como aquello podía convertirse en tendencia terrible y,  por otra parte,  prohibir los alimentos de “refuerzo” hubiese sido una medida muy impopular entre los padres y alumnos, resolví la cuestión a lo Makarenko: afectando los intereses individuales.

Una bolsa de nylon y 60 estudiantes- un albergue completo- “ayudaba” al “damnificado” aportando una tostadita, una crema de leche, etc., etc. Este tipo de tentación pronto sucumbió ante la mirada vigilante de los mismos chicos: estaban en juego las provisiones con cuatro o cinco damnificados más.

Ocurrió que alguien escondió una media a la niña, y ella, desconsolada, lloraba, porque no eran tiempos para perder una media, y yo:

_ ¡Todas! se quitan una media, ponen su nombre en un papel, lo ponen dentro  y le hacen un nudo. Jefa de albergue, recoja todas las medias hasta que aparezca la extraviada.

Y otra niña:

_ ¿Resulta que vamos a clase sin medias?

Mi respuesta:

_Nada de eso, querida. Ahora van como su compañerita, con una media si y la otra no. Las espero en el área de formación.

Y todas, absolutamente todas, bajaron con las dos medias. Incluida la afligida muchacha de la media perdida que,  por casualidad, fue encontrada en el entrecubículo.

¿Ingenuidades?, ¿Asuntos inocuos en escenarios de Cells y Tablets?  No lo creo: la única verdad posible no está en los tiempos, sino en los hombres, en su imaginación, y en la capacidad para crear un mundo en perspectiva, porque los seres humanos necesitan saber  de un fin al que dirigir sus energías.

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