Mantua de ayer. Crímenes insolutos

Por Lázaro Boza

El 15 de abril de 1912, en un recodo del río “Salado”, por Dimas,  sujeto entre las raíces de las pomarrosas, un guajiro que monteaba ganado, encontró el cuerpo del médico, Aureliano Suárez. La guardia rural se presentó en el lugar junto al forense de Mantua y levantaron el cadáver, aun en buen estado de conservación; solo las puntas de sus dedos y los labios presentaban las huellas de peces y otras criaturas del agua que habían comenzado el festín con la presa que la corriente les trajera.

El perito situó la hora de la muerte entre las nueve y las diez de la noche del día anterior.   Un hematoma en la sien derecha del occiso, con hundimiento del hueso parecía ser la causa del fallecimiento. Esa misma tarde, el caballo del galeno apareció pastando varias millas río abajo; según los de la zona, la noche anterior había caído un chubasco por lo que, la bestia del doctor, asustada en la oscuridad, posiblemente se espantara y proyectara al jinete contra el borde pedregoso del río. Dándose por concluida la investigación el cuerpo fue trasladado a Dimas, entregado a los familiares y sepultado veinticuatro horas después  en el campo santo de la localidad.

Pasadas dos semanas, como si la muerte cabalgara en el filo de  la quietud montuna, el guajiro Juan Otero y su  hijo de ocho años, aparecieron muertos dos millas arriba del curso del río, donde encontraran el cuerpo del doctor Suárez. El espectáculo fue en verdad dantesco pues, luego de una búsqueda profunda, tras su desaparición días atrás, los cuerpos afloraron en avanzado estado de descomposición, junto a una cueva de caimanes. El veredicto fue simple: el niño cayó al agua y fue atacado por el animal; el padre acudió en su ayuda y pereció también.  Ambos cadáveres fueron enterrados en una sepultura sencilla del cementerio donde descansaban los restos del galeno.

En febrero del  2013, más de cien años después, un anciano que pidió el anonimato, me relató la siguiente historia. Majín Miranda era un sargento político de la zona con fama de malas pulgas. Cuatrero, apostador y mujeriego, no le hizo ninguna gracia el amorío del doctor Suárez con una guajirita de Cruz del Pino a la que le tenía echado el ojo. Cincuentón maltratado por la vida, era de suponer que no resultara del agrado de la joven. Llevaba la frustración por dentro, y casi la tenía bajo control cuando apareció el mediquito: rico, estudiado, bonitillo y prometedor para cualquier muchacha que quisiera salir de la miseria y abrirse otros caminos aunque fuera en un villorrio como Dimas, o a lo mejor, Mantua.

Los celos carcomían a Majín, y mucho más, cuando supo que el doctor se entendía íntimamente con la montuna que, tres noches por semana, le abría su ventana para consumar el acto de amor.

Revuelta el alma y aflorados los sentimientos más sórdidos, Majín Miranda decidió poner fin al idilio, de la única forma que sabía. Sin trama alguna de novela policiaca- así de simple-    encomendó a su hijo que diera muerte al médico; y el vástago, fiel astilla del madero paterno, ejecutó sus deseos. En el paso de las yuntas, donde el río se hace estrecho y la corriente rápida y poco profunda, lo esperó. Iba Don Aureliano, en aquella noche encapotada,  saturada de lluvia y frialdades, tan ensimismado en el calor de su amada, que no vio venir  la burda raja de leña que le quebrara el cráneo. El caballo, encabritado, lo lanzó al río que lo arrastró hasta quedar retenido entre las raíces donde lo encontró el montero.

Esa misma noche, Juan Otero y su hijo, “cuaveavan” en el río. Con un jacho de pino tea y una fija de ganchos afilados, buscaban camarones y guabinas entre las  piedras lavadas. El padre y el chico escucharon el sordo golpe, el relincho de la bestia y la caída del cuerpo.  No sospechaban que el asesino también había visto el reflejo de la tea en las aguas.    Fue fácil saber quiénes  andaban por el río; lo demás algo así como, “al que velan no escapa”. El hijo de Majín esperó a Juan Otero en un recodo de la barranca donde daba agua a los animales, y allí lo ultimó. Por los gritos del chico que contempló el crimen, supo que tenía un testigo por causa doble que eliminar, así que lo correteó en la espesura y lo ahogó en un remanso, con el agua cristalina apenas hasta las rodillas. Luego unió los cuerpos y los dejó bogar en la corriente. Al parecer, los caimanes encontraron los cuerpos, a juzgar por el estado de deterioro y la carne ausente de los huesos. Así los encontraron.

Perplejo, miré al anciano a los ojos y realicé la única pregunta posible ante aquella maquiavélica historia, suerte de confesión y desahogo.

“¿Cómo es que usted sabe  todo eso?

Guardó silencio por unos instantes;  su mirada perdida recreaba nubarrones  de un pasado perdido en el vórtice de sus recuerdos.

“El asesino- dijo- era mi abuelo.”

 

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