Las bodas de antaño

Por Lázaro Boza Boza

Mi abuelo decía que para una boda de respeto solo se necesitaba un potro alazán, una ventana y una novia dispuesta a saltar a las ancas de la bestia. Después,  a galope tendido, bien lejos de la escopeta del suegro, que sabía perfectamente lo que pasaba pero, las apariencias había que guardarlas, ¡Si señor!

Así cargó con mi abuelita cuando era una muchachona de apenas quince, y la primera morada que tuvieron fue el aposento de la casa de curar tabaco en la finca que le comprara su padre para que construyera una familia.

Por cama, la balsa de cujes, por divisiones las barrederas y por aromas seductores el olor a guano de palma barrigona recién lavado por la lluvia de primavera.

Escapar por la ventana tenía justificaciones bien sobradas: de casamiento con todas las de la ley no se podía hablar en los campos cubanos, de modo que arrancar con la guajira era el recurso de los pobres, y así ocurrió por generaciones con tanto arraigo que todavía se practica.

Era yo un muchachito y la primera noción que tuve de una estampida amorosa fue por mi vecina, Taty y su enamorado, Conrado. Era noche cerrada, ideal para cazar cocuyos, por eso me extrañó que Javielito, hermano de la joven, no estuviera en tales menesteres con la muchachería.

Lo vi salir, sigiloso, con un macuto hasta el algarrobo de la esquina donde,  el nervioso “Jacobo” esperaba a la doncella. Taty, cual gacela,  saltó la talanquera y fue a parar a los brazos del mancebo; un beso huidizo y desaparecieron en la oscuridad.

Avanzada la madrugada el “ofendido”  padre armó el tumulto que despertó a los vecinos.  El pobre, tartamudo como era, solo atinaba a decir:

_ ¡Aaaaaa, aquiiiií no, no, nooo vuelve más, caaaarajo!

Mi socio, por cómplice en la huida, recibió una tanda de cintazos.

Pasada una semana la historia tomó matices de segundas partes. Jugábamos a las bolas y, Rafael, siempre pendiente del chisme a pesar de sus once años, me dio un codazo y señaló para el camino.

Delante, una Taty macilenta, con diez libras de menos, mirada lánguida, y llamativo collar de perlas moradas alrededor del cuello avanzaba hasta la casa paterna; la seguía Conrado, igual de escuálido, con ropas estrujadas y el estómago pegado al espinazo.

_ ¡No es fácil- dijo Rafa- una semana de trabajo es mucho!

_ ¡Oye tú, cuidao que esa es mi hermana!

Dicho y hecho. Rodaron por el polvo, uno por chismoso, el otro defendiendo la honra familiar.

A los treinta días comenzaron las náuseas de Taty, seguidas de remedios, espasmos y antojos que culminaron  a los siete meses con el nacimiento de Conrado junior y la sospecha confirmada del padre:

_ “¡Eeeeesto venía de deeee antes!”

Como hay de todo un poco  en la viña del Señor, algunos hacían de los enlaces matrimoniales motivos de burlas. Santiago Boza se entretenía en escribir con carbón en la canal de su casa guajira el nombre de la hija de fulano, que el día tal del mes tal se fue por la ventana con ziclano, el hijo de zutano.  Tenía la pizarra llena de escapadas y destierros hasta aquella aciaga mañana cuando  el más pequeño de casa le espetó:

_ Papaíto, ¿Tú no vas a escribir el nombre de mi hermana que anoche se fue con Alberto el del caballo moro?

Al viejo guasón se le atragantó el café:

_ ¡Mira muchacho, coge pa allá, que te reviento!

Así dijo y pintó con cocoa la atestada canal, hasta entonces testimoniante de cuanta fuga ocurrió por aquellos predios.

A favor de la costumbre he de decir que la mayoría de  los matrimonios a lomo de cabalgaduras fructificaron para dar paso al surgimiento de familias de respeto en las que sus miembros aun sienten orgullo de la bragada actitud de papá, en medio de la noche, a punto de recibir un perdigonzazo,  y la fanfarronada de mamá para marcharse por la ventana a expensas de la furia del irritado patriarca.

Estadísticamente ha quedado demostrado que en la actualidad, a pesar del bombo y el platillo, los gastos exuberantes, juramentos ensayados, fotos, videos y hoteles carísimos,  el matrimonio no pasa de un  año y la guerra entre los ex se torna  asunto de por vida.  A buen entendedor, amigos míos… se lo lleva la corriente.

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