(Tomado de TelePinar)
Empuñaba la cámara en medio de un concierto cuando mi abuelo falleció.
“¿Qué vas a hacer?”- preguntó el mensajero.
“Terminar, al viejo no le gustaría que deje el trabajo a medias”
Pipo- como le llamábamos en casa – no toleraba las chapuzas. Campesino, músico y carpintero se las arregló para enseñarme a leer y a escribir a los cuatro años, y con las letras me inculcó una filosofía en la que no tienen cabida la informalidad, las falsas promesas y la injusticia, por leves que sean.
Plantó muchos naranjos en Sandino, y de allí trajo el gran perro criollo, amigo de mis correrías infantiles por los bosques de Santana.
No estuvo en las montañas del Escambray como muchos guajiros de Mantua; la orden fue quedarse a cargo de familias y cosechas, que eran misiones tan importantes para la naciente patria como disparar una metralleta checa contra los enemigos de su clase.
También sembró pinos en las lomas de, Cabeza de Horacio y la Fundora, y puede que haya estrechado la mano de Cofiño quien, por esos días, escribía su novela de mujeres y combates entre las gentes más humildes de la Isla.
El viejo estuvo en las trincheras cuando la crisis de octubre, asistió a la Segunda Declaración de La Habana, aquel día luminoso de febrero, y me hizo crecer al calor de sus leyendas con sabor a Revolución.
Guiado por su verbo, “disparé” mi rifle plástico contra los mercenarios y “perseguí” bandidos en los potreros de la finca.
Un buen día llegó a casa con dos cuadros: un corazón de Jesús y la imagen de Fidel con boina miliciana, y sin ceremoniales- que nunca fue de esos- los colocó en la pared de la sala. En silencio comprendimos su parábola respetuosa del linaje familiar, pleno de santos y promesas, y la sencilla devoción por el libertador de la patria.
Mis primeros “discursos” los lancé desde improvisado pódium con los taburetes de la abuela. El viejo y su sobrino, Ramoncito, dibujaban mi barba con carbón, me encasquetaban una gorra verde olivo y colgaban de mi hombro el fusilito veintidós. Pipo miraba a todos satisfecho y decía que, sin falta, “yo tenía que ser militar”.
Por eso su gran disgusto con mi decisión de estudiar lengua inglesa en la Universidad.
“¿Inglés?, ¿Y pa´qué? Eso es lo que hablan los yanquis”, y estuvo varios días “encasquillado” como solo él sabía. Después lo comprendió todo, y dejó a un lado los prejuicios naturales de quien vivió el abuso de los vejadores amarillos con armas Made in USA.
Enfermo, en una cama de hospital, le di un abrazo, y supe que era la última vez que lo veía con vida. Su sonrisa triste me hizo recordar cuánto dejé de preguntarle y las conversaciones que pospuse por mis prisas y asuntos “importantes”.
II
El 25 de noviembre se detuvo el corazón de Fidel. En casa dormíamos y mi hermano, desde Chile, me dio la noticia.
“¿Qué piensas hacer?- preguntó
Y la respuesta fue sencilla:
“Me voy al trabajo; allí es donde él me necesita ahora”.
RPNS: 2199 ISSN: 2072-2222