I
Creer es difícil, sobre todo, sí debemos considerar los miedos irracionales del mundo, donde las sombras del tiempo guardan un espacio amenazante, que agazapado, espera…
Allá por los años 50, Emérito Boza, el padre de mi abuelo, compró la finca Montemalo, a expensas de la venta de mulos y el duro batallar por dejar posesiones a cada uno de sus vástagos.
Montemalo, haciendo honor a su nombre, se encontraba ubicada en tierras salvajes, de dudosa reputación e historias estridentes. La Finca había tenido dueños, los que por diversas razones abandonaron sus límites sin que mediaran razones que revelaran aquel desarraigo. Este incomprensible éxodo se detuvo con la llegada de los Boza, que se mantuvieron cultivándola por más de veinte años. Luego, las tierras cansadas de dar frutos, fueron vendidas al Gobierno en 1979, quedando así, envuelta en el silencio y la neblina, la finca donde los míos creen haber visto el horror caminar sobre la tierra.
La casona, de la cual los sólidos cimientos aún resisten el tiempo, estaba emplazada en un suave declive, entre ondulaciones de terrenos llenos de pasto y el monte espeso, por cuya falda corría un riachuelo; tributante de aluviones fecundos al pródigo valle.
Tendría mi tío Ángel, el primero de los hijos, unos seis años y acostumbraba su padre- mi abuelo – a mecerlo en las piernas cada atardecer, arropado en una manta, cuando el frío del campo ascendía por entre los palmares hasta la casa de vivienda.
Una noche de invierno, el padre contaba historias al hijo, que lo miraba embelesado con la asombrada profundidad de sus ojos azules… hasta que ocurrió lo que ahora les cuento…
La familia entera fue sobresaltada por el retumbar de los cascos y el piafar descontrolado de una veintena de mulos en el potrero cercano al río.
-” Carajo, otra vez los perros correteando los animales” – pensó el padre, pero la idea quedó en suspenso al ver los cuatro animales, al borde del espanto, correr hacia el amparo protector de sus piernas, lanzando gemidos lastimeros.
Su mirada aguzada comenzó a recorrer el campo arado, bañado por la incipiente luz de la luna.
De entre el paso del río y la espesura emergió la pesadilla. Era un bulto impreciso, oscuro, de andar bamboleante; se destacaba en la negrura de aquel cuerpo, una pequeña cabeza redonda, semejante a un coco seco, con dos ojos cual tizos de carbón encendido que destellaban en todas direcciones, buscando donde posar la mirada llameante. No tenía extremidades, solo la mole negra que avanzaba rodando o flotando en el aire.
– Mira, Niño- le dijo al hijo…
-!Hay, hay, pipo, QUE COSA ES ESO!- gritó el pequeño aterrado, refugiándose en los brazos del padre.
– No, na´, hijo, eso no es na´, vamos pa´ dentro.
Con agilidad separó el taburete de la pared y pasando a duras penas, entre el tropel de perros que pugnaban por entrar, cerró la puerta del frente y mandó a la asustada mujer a hacer lo mismo con las ventanas.
Un chiflido, no salido de garganta humana o entraña de animal conocido, rasgó el frío de la noche y se le incrustó en el pecho.
El espanto se dibujó en las caras adultas e infantiles.
-¡Coge aquí al muchacho, carajo! – gritó a la mujer.
Alcanzó de un tirón la correa del fusilito 22 que colgaba de un clavo, impuso silencio y salió al portal.
Los mulos continuaban su loca cabalgata, secundada por la agitación de los poderosos fuelles entre sus costillas.
La cosa se acercaba bamboleante, pero segura, a una mata de naranjas agrias que solitaria se alzaba en el potrero. Dos disparos rasgaron la sombras y su eco retumbó en el monte cercano. Otro chiflido apuñaló la noche y los mulos arreciaron su frenética carrera contenida por el límite de las ya endebles cercas de alambre.
El horror había llegado al tronco de la mata de naranjas, la que se agitaba con el absurdo impensado de una noche sin vientos. Imprevistamente, el silencio arribó. Los mulos detuvieron su estampida; temblorosos los ijares escurriendo espumoso sudor y las orejas inclinadas hacia el bosque; los perros comenzaron a ladrar furiosamente y lo que fuera aquella cosa se desvaneció entre el velo de la noche y la oscuridad impuesta por una nube que ocultó el plato rebosante de la luna llena.
La quietud reinó, pero en el alma de aquellas personas, el sosiego había sucumbido, para dar paso al más elemental miedo.
Esa noche, nadie pudo dormir, y a la mañana siguiente, solo los mayores se permitieron la salida a los potreros para ordeñar las vacas y mudar los animales a soga. Los niños y las mujeres permanecieron al amparo de la casa. Un silencio mortal se cernía sobre el campo; y del bosque cercano, tan lleno de cantos y sonidos antes , solo se escuchaba el rumor sordo del río entre las piedras y los troncos arrastrados por pasadas crecientes.
El pequeño valle había dejado de respirar; solo la mata de naranjas, fulguraba su verdor repulsivo bajo el tenue sol de invierno que parecía inundarla con cautelosa luz.
II

Chucho, el menor de los hermanos, había construido su hacienda al otro lado del río. Allí había enderezado su mundo, lleno de animales, mucha carne – como siempre decía- y una numerosa prole de hijos, semejante a una escalera.
Todos lo calificaban de incrédulo; él mismo se calificaba de práctico, emprendedor y despechugado. Al escuchar a las personas plantearle lo imposible o lo inexplicable, soltaba la risa, achinaba los ojos y les soltaba sin preámbulo:
– No comas Mierda.- y volvía a sus ocupaciones sin hablar más del asunto.
Esa mañana, mi abuelo lo encontró en las márgenes del río, en un recodo de suave pendiente, donde la espesura penetraba el vado.
Chucho amontonaba el palmicho recién desmochado sobre una balsa de cujes, suspendida a unas dos varas del suelo; debajo de esta, una veintena de puercos se afanaban en comer los granos que resbalaban por sobre sus lomos.
¿Oíste lo de anoche?
– Ajá.
-¿Y qué crees de eso?
– Na´… ¿Lo viste?
– Lo vi.
-¿A qué se parecía?
-A nada que conozcas, ni que yo haya visto… es espantoso ¿Qué crees que sea?
Chucho dejó el palmicho a un lado, se pasó las manos sucias por las perneras del pantalón, miró al hermano con ojos reidores y le soltó:
Mira, pa´ mi es el diablo o algún primo d´ él. Hace 40 años, según dicen, eso pasó por aquí y no quedó guajiro que no se perdiera de to´ esto.
Guardó silencio unos instantes para luego agregar sin su acostumbrada sorna:
-“Si el diablo anda suelto, lo vamos a coger…”
“Siempre hablando catibía” – pensó mi abuelo.
-¿Cómo lo piensas coger?- preguntó.
– Con la escopeta y el perro Machado…
Escupió un trozo de mascada y continuó…
– Esta noche es 17 de diciembre… ¿no es así?, …bien, manda a los muchachos y la mujer pa´ casa de Miguel Linares, que celebran bembé; yo me voy pa´ allá, pa´ tu casa con el perro y la escopeta, y voy a llevar el dominó. Sí sale, lo vamos a encender.
Chucho, esa es una cojonada, con eso no se juega- no pudo contenerse mi abuelo.
– Yo no juego, Gabriel, hay cosas con las que no juego – le espetó Chucho, ahora serio y concentrado – Vira el caballo pa´ allá, suelta temprano y me esperas… y más ná.
III
A las seis de la tarde, ya todos habían comido. Las mujeres y los niños se disponían a salir para la casa de los Linares, al otro lado de las colinas.
-¿Viejo, tú crees que van estar bien? ¿No será una barbaridad lo que van a hacer?
– Lo que sea será. – arguyó él con voz breve y un nudo en la garganta.
Al salir la madre y los muchachos ya se escuchaba la voz de Chucho por el paso del río llamando a Machado y tarareando una tonada. Minutos después, se le vio venir con la escopeta en una mano y la caja del dominó en la otra.
Gabriel prendió el farol, a pesar de no haber desterrado la noche los últimos destellos del día, lo colgó de un alambre en el portal, sacudió la mesa con el nylon del tabaco y se sentó a esperarlo.
-¿Qué hay? – preguntó Chucho; ¿La tropa, pa´ casa e´ Miguel? …bien, bien…!Machado, Toma aquí¡ – voceó al enorme perro criollo, el que en instantes se echó bajo la mesa.
Chucho abrió el nylon del tabaco y comenzó el ritual de la torcedura, Gabriel lo imitó.
Una mordida al tabaco, seguida del escupitajo con trozos de capadura, la encendida, la cachada y a jugar dominó.
“Vaya el nueve”
“Pulla”
Estuvieron entre data y data hasta más allá de la media noche; a veces, el perro salía de su sopor con movimientos rápidos, aguzaba los sentidos, permanecía por minutos gruñendo, tenso, para finalmente volver su cabeza entre sus patas y continuar su interrumpido sueño. En ese momento las fichas paraban, las manos buscaban instintivamente la escopeta y el fusilito, para instantes después, volverlos nuevamente a recostar contra la pared.
Cansados de esperar, el chiflido estridente, los tomó por sorpresa. El perro Machado estiró el cuello y como un bólido, se lanzó con aullidos de muerte hacia el oscuro campo.
Desde la espesura surgió la figura bamboleante con los dos ojos encendidos en la pequeña cabeza.
– Ven pa´ acá, carajo,- rugió, más que voceó, chucho, mientras sus mano huesudas abandonaban el cabo de tabaco entre las fichas y montaban la escopeta con movimientos diestros. Hizo dos disparos, acompañados cada uno del aullar de los perros de la casa, el piafar frenético de los animales en el potrero y el chiflido horroroso que venía del monte.
– ¡Coge, carajo, coge! Métele Machaooo.
Un tercer disparo rompió la noche en mil pedazos y Chucho, calló inconsciente en brazos del hermano.
-¡Chuchooo¡ ¿Qué hiciste?, ¿Qué te pasó?
Chucho abrió los ojos lentamente… de las comisuras de sus labios resbalaban hilillos de sangre.
– Tranquilo, estoy bien, no- pasa- nada; la sangre es que me mordí la lengua…
Hizo una pausa para luego agregar:
– Gabriel, creo que maté al diablo. Cuando tiré, me lo sentí en las manos y en el cuerpo… dame agua- boqueó- me arde la garganta…
Gabriel corrió a la tinaja y alcanzó al hermano, ya recostado a la pared, una lata con agua. Éste se roció la cara y apuró el resto a grandes tragos.
– Mira a ver ´palante… , mira a ver que es ese resplandor rojo que se ve.
Mi abuelo se volvió. En medio del potrero ardía, con grandes llamaradas, la mata de naranjas cajeles.
Recortados contra el monte, por el resplandor siniestro de aquel fuego danzante, se veían los mulos que, a pechazos, habían roto las cercas y se desparramaban locos de espanto. El cielo, antes limpio de nubes y con luna llena, se mostraba encapotado y amenazante. Un relámpago cruzó el cielo y las gotas frías, fuera de estación, comenzaron a golpear la tierra con frenesí.
El aguacero, incontenible, comenzó.
IV
Los garranchos humeantes de la mata de naranja apuntaban al cielo la mañana siguiente. La tierra alrededor se veía hoyada por rastros indescriptibles e impregnados de un olor de espanto. Huesos calcinados, y deformes, esparcidos en forma caótica…
Al perro, se le buscó por espacio de varios días sin resultado alguno. A veces hay que creer que la tierra se traga las cosas…
A aquello que le dispararon en la noche del 17 de diciembre de 19… Hace más de 50 años, no se le ha visto jamás.
Ya en la familia apenas se recuerda esta historia. Ahora ha pasado mucho tiempo y la finca pasó de mano en mano, perdiéndose la memoria de estos hechos. Chucho murió en los 80 y nunca mencionó lo ocurrido, no obstante saber todos en la familia que la recordó cada día hasta el fin de su vida. Mi abuelo aún se mantiene fuerte y a veces, cuando se lo pedimos, la vuelve a contar, agregándole o quitándole cosas, según se encuentre su mente, o su ánimo. Lo que sí es un hecho es que ocurrió y que nadie ha podido explicar que fue lo que asustó a los mulos, desapareció al bravo perro e hizo arder la repulsiva mata de naranjas, aun alzada en medio del monte, resucitada y enhiesta, que ha atrapado entre sus raíces y sus ramas grotescas al sonido y al silencio del lugar para no liberarlos jamás.
“Árbol del Diablo” – le dicen.
Debo agregar que, por algún motivo oculto, su visión impresiona, para luego dar paso a una incomprensible repulsión que obliga a alejarse de ese árbol incendiado otrora por fuerzas inexplicables y apagado por lluvias, cuando debía existir sequía…
Algún día cavaremos bajo su tronco.
RPNS: 2199 ISSN: 2072-2222