Todos pagamos por un silbato

Por Ramón Brizuela Roque

Él siempre estuvo deseoso de un silbato; lo tenían los carteros, los policías, los expedidores del tren, pero era algo inalcanzable: había de comprarlo, los había de metal y de plástico, y no era posible hacerlo, aunque como muchacho hacendoso podía fabricar uno con güin o caña brava, pero sonaba como flauta y un silbato, es un silbato.

No quería un silbato de cazador, porque solo lo oyen los perros y la física que había estudiado como muchacho del campo no le daba para entender sus interioridades. Un silbato, con una pelotica adentro lo entendía, porque hacía hasta vibrar los oídos.

Comenzó a guardar para los ahorros, ayudaba a cargar agua, hacia mandados a la bodega, recogía botellas de cristal vacía y las vendía, le llevaba el carbón a los del barrio e iban creciendo los centavos.  

Cuando iba para la escuela, bien temprano, mostraba sus ojos enrojecidos, porque en la noche, escondido de los demás y boca arriba, con la ayuda de un gancho del pelo de mamá hurgaba en la barriga de su alcancía de yeso, una puerquita regordeta – jamás podría llenar – y, le iba cayendo en los ojos el polvo blanquecino, mientras sacaba centavo a centavo para contarlos y volver a ponerlos a dormir.

Cuando tenía dinero suficiente, partió raudo para la quincalla, y volcó la puerca en el mostrador y de su barriga abierta brotaron las monedas de un centavo, de cinco los “realitos” de a diez, las pesetas de 20 y con tremenda guapería le dijo al expendedor: ¡Quiero un silbato!

El adulto lo miró de arriba abajo, sonrió, contó la plata, la recogió y le dio aquel silbato que sonaba más alto que los sinsontes, azoraba a los perros y hacía huir los gatos. Era el dueño del mundo, nadie podía ser tan feliz, era su primera propiedad adquirida con su trabajo.

Le costó caro, bien caro, pero no lo supo hasta que encontró a un curioso que le preguntó ¿y cuánto te costó? Cuando dijo, el susodicho dio un respingo y respondió, te han estafado: pagaste cinco veces el valor…

Es verdad que entristeció, se sintió manipulado, se burlaron de él; se enjugó los ojos, respiró profundo y pensó. ¿Desde cuándo no había sido tan feliz; ¿cuánto luché por mi silbato, como ahora me voy a entristecer…? Lo hizo silbar más fuerte que jamás y echó a caminar…

Es verdad, a veces alcanzar la felicidad nos cuesta cara, más de lo que debíamos, pero la felicidad no siempre sale barata; se necesita tiempo, lágrimas, sacrificio y dedicación.

Cuántos, como el niño, hemos pagado de más por un silbato; los que venden no les interesa nuestro dolor, pero a nosotros si nos interesa pitar alto.

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