Por Lázaro Boza Boza
Cuando hay hombres y mujeres que se esfuerzan por el bien común, los que permanecen con los brazos cruzados, han de guardar silencio.
Dijo el Apóstol que los flojos debían respetar para que los fuertes siguieran adelante. Al parecer, esta máxima sagrada, y joya auténtica del espíritu nacional, ha perdido eco en la sociedad, a juzgar por la ola de hipercríticos que se arroban el derecho a no aportar un ápice y poner en duda cada intento de hacer bien.
Criticar es un ejercicio en alto grado sensible y de gran responsabilidad. Llamar las cosas por su nombre, señalar errores y exigir a cualquier costo su rectificación, sin ofender al ser humano, sin vejarlo, sin dejar de reconocerle lo que tiene de bienhechor, es cosa de personas extremadamente valientes, como también es de valientes reconocer la culpa y levantarse sobre las cenizas del error.
Hay quien prefiere hurtar la razón para sí y esconderla bajo siete llaves. De tal modo se le verá en la calle, en el parque, en una cola, disparatando de las instituciones y de todo el que no esté presente, porque solo él, o ella, saben hacer las cosas bien, para complacencia de todos. Son los típicos personajes merecedores, capaces de organizar la sociedad con la fatal indignidad de sus vidas improductivas, y con mucha saliva.
La crítica, comenzando por nosotros los periodistas, no ha de convertirnos en discrepantes eternos, ni aislarnos de las instituciones estatales. Es cierto que para resolver cuestiones personales o sociales hay que buscarse problemas y estar dispuestos a ir hasta el fondo, y hasta las últimas consecuencias. Como también es cierto que empujar no duele, y esperar que otros resuelvan el problema que nos acongoja, es un estilo bastante cómodo y muy practicado.
En ocasiones los representantes de la prensa hemos sido literalmente cazados para exponernos cuestiones que ofenden la dignidad humana, cuando es tan fácil esgrimir razones sin palabrotas ni agresiones verbales.
Problemas hay por miles: indolentes e incapaces que no los solucionan, también los hay, y enemigos no declarados que fomentan bolas; pero ¿Cuántos espacios ciudadanos en los que podemos poner en tres y dos a los irresponsables, desechamos? Decenas, diría yo, y en verdad hacemos poco uso de tales oportunidades.
La discordia entre nuestros compatriotas es el fin del gobierno norteño y del deteriorado, dividido y fracasado lobby anticubano, y no es necesario un título universitario para darse cuenta. Es el único y desesperado recurso que les queda, porque no es un hecho casual que más de 60 años de bloqueo no doblegaron a Cuba.
Es necesario sumar voluntades para que la unidad sea la base de la solución de nuestros problemas, desde el más complejo que requiera de ingenieros, hasta el más simple, digamos, como hacer que una pipa de agua no se desvíe de su destino ni contribuya a lucrar con la necesidad de las personas.
Y es que ser conformistas no es opción; y dejar que las cosas caigan por su peso, tampoco. Solo la vergüenza, la dignidad y la valentía para enfrentar los problemas nos harán vivir un poco mejor, y si no estuviera convencido de estas palabras, preferiría hablar, digamos, de la belleza de los bosques de Pinar del Río.
RPNS: 2199 ISSN: 2072-2222