Esto va bien. Así exclamó el héroe y, acto seguido, pasó a la inmortalidad.
Era el 7 de diciembre de 1896 y la noticia recorrió el universo: murió el Titán de Bronce, el héroe de Baraguá; el que llevó la invasión hasta el poniente de la isla contra el asedio y la persecución de miles de tropas españolas.
El Mando peninsular respiró aliviado. Los seguidores del caudillo lloraron su pérdida y se fueron a cargar contra el enemigo. Cuba sería libre o todos perecerían en la lucha.

Confiaban en la fuerza de su brazo, pero los años posteriores a su caída en combate demostraron la necesidad de sus ideas y su visión política.
Maceo fue, quizás el último gran antimperialista de su tiempo y, al igual que Martí, supo del peligro que significaban los Estados Unidos de América para la causa cubana.
Pero en 1898 ya no estaba, y la independencia se volvió a frustrar. Cuba pasó a ser el traspatio de la nación norteña, el país encadenado a los intereses yanquis que tanto quiso evitar el Apóstol y por el que el propio Maceo estaba dispuesto a pelear, incluso, al lado de los españoles.
Tal fue la catástrofe de aquel 7 de diciembre; una hecatombe de incalculables consecuencias para el futuro de un país independiente, sin la presencia de los Estados Unidos de América.
Muchos hombres y mujeres buenos tuvieron que morir para que el sacrificio de Dos Ríos y la muerte del héroe negro en Punta Brava no fueran en vano.
Así llegó el tiempo de otro mambí, que levantó la honra de las armas insurrectas, y con el esfuerzo de su brazo y el de sus compañeros terminó por construir la tan esperada Patria por la que el Titán de Bronce combatió en dos guerras y desafió la maquinaria bélica colonialista, desde Baraguá hasta Mantua.

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