Mantua Fin de la Invasión

   El 22 de enero de 1896, partió de Guane en dirección a Mantua la columna libertadora para cubrir la  última jornada de la Invasión de Oriente a Occidente. La vanguardia, bajo las órdenes del general Juan Bruno Zayas llevaba a la cabeza al Primer Regimiento de Vueltabajo, a cuyo frente cabalgaba su jefe, el comandante Manuel Lazo.

     “Íbamos a Mantua __apuntó Miró Argenter en sus Crónicas de la Guerra__. ¡Hermoso día! Aún veíamos los cerros de Guane, azules, pintorescos, y las hondas del Cuyaguateje marchando lentamente hacia el mar; sobre nuestros flancos se alzaba la cordillera de los  Órganos  con sus picos cubiertos por nubes, y se descorría la espléndida decoración de Montezuelo, el paisaje más brillante de Vueltabajo. Todo es igualmente hermoso en este último lugar; el abra de los montes, el color de la tierra, el color de la montaña, las fajas de cultivos, el verde profundo de la vegetación silvestre y la alegría de sus mozas, que parecen haber tomado de la decoración el matiz y el jugo vital. Todo cantaba en Montezuelo, el río, el aire, el rumor del bosque, la tropa voladora y la gallarda juventud.

     “La  marcha fué dura; de un tirón se anduvieron las siete leguas y un pico largo, que miden de un lugar a otro, de Guane a Mantua. La patrulla exploradora señaló el pueblo a las tres de la tarde  (1)”.

     Una comisión conformada por las autoridades y los más prestigiosos vecinos de Mantua, presidida por el alcalde José Fors y Perdomo dio cordial bienvenida al general Maceo en las afueras del pueblo, junto al puente rústico sobre el río Mantua, en la finca “los Conucos”.

     Y, a las cuatro de la tarde, hizo su entrada  en Mantua el Ejército Invasor al compás de las vibrantes notas del Himno de Bayamo magistralmente ejecutado por la banda de Tata Quiñones. A la vanguardia marchaba el abanderado Panchito  Figueroa Hernández seguido muy de cerca por el “Regimiento Vueltabajo”; inmediatamente detrás, erguido en su brioso corcel cabalgaba el general Maceo  rodeado por sus ayudantes, su escolta y el Estado Mayor; después, el “Regimiento Las Villas”, encabezado por su adalid el joven brigadier Juan Bruno Zayas; luego el “Regimiento Céspedes” cuyo jefe, el coronel Pedro Ramos, había caído en el combate de las Taironas, por último  la infantería oriental del coronel Quintín Banderas y el resto de las unidades mambisas, incluidas las de logística.

     Desde los portales de las casas situadas a ambos lados de la calle  Real, el pueblo mantuano aclamaba al legendario guerrero y su curtida tropa.

     “Yo vi entrar al general con su columna en Mantua __relató Paulino Cáceres  ochenta años después__; si para todos fue una fiesta su llegada, para mí, un niño de ocho años, eso sí, muy despierto, fue la realización de un sueño, ver de cerca al personaje del que contaban hazañas prodigiosas los que venían de Vueltarriba.

     “Lo ví entrar en su caballo, el cinturón terciado, un machete al cinto, armado de fusil, el sombrero con el ala virada y en el centro una estrella, vi a mi general saludar al pueblo que lo aclamaba con auténtico júbilo, entre ellos un catalán, Don Francisco Fontanella; tiró al aire su boina  y repitió enardecido: “¡viva Maceo, viva Maceo!”

     “De la entrada al pueblo lo seguí en tumulto, tras la tropa en perfecta formación; no lo vi más después de que desmontó frente a la casa de Ildefonsa Izquierdo, una anciana muy humilde vinculada a la insurrección que luego resultó abuela de mi mujer  (2)”.

     Mientras la columna desfilaba por la polvorienta calle Real, las campanas de la Parroquia fueron echadas a vuelo para saludar la entrada triunfal en Mantua de la tropa mambisa. El sacerdote Martín Viladomat y Gelabert, como buen bayamés, había ordenado a su sacristán tocar arrebato con la enorme campana traída desde Barcelona apenas dos años atrás.

     “… El repique de las campanas __acotó el Jefe del estado Mayor, José Miró Argenter__ anunciaba al Ejército Libertador el término de la gloriosa campaña de Invasión, con la entrada triunfal en Mantua, último baluarte español del lejano Occidente. ¡Al fin se obtenía la corona de verde  laurel, la guirnalda  de la victoria. Estaban colmados los deseos de nuestro famoso caudillo!…

     “Al llegar a los confines de Occidente, repicando las campanas de Mantua, aún venían en la columna invasora hombres de la Sierra Maestra; de Bayamo, de Santiago de Cuba, de Manzanillo, de Holguín, de Mayarí, de Guantánamo y Baracoa ¡qué prodigio! Esos hombres habían relevado caballos en Camagüey, en las Villas, en Matanzas, en la Habana, en la carretera de Pinar del Río… Sólo Maceo, primer soldado de América… únicamente él, batallador, audaz, capitán intrépido, soldado infatigable, siempre delantero, podría abrir el camino de la victoria, e imponer su autoridad indiscutible a esos hombres de la sierra de Guantánamo y de los pinares de Mayarí, agrestes y bravos como los picos de aquellos montes  (3)”.

     Julián Roca rememoraba aquel día inolvidable en 1976, cuando había cumplido ya los 94 años:

     “Tenía yo catorce años cuando Maceo llegó a este pueblo de Mantua. Todos los vecinos salieron a dar la bienvenida a las tropas mambisas que venían a caballo enarbolando banderas. Las campanas de la iglesia repicaban a puro golpe. Para los muchachos fue un acontecimiento tremendo ver a aquellos hombres que tanta admiración causaban en el alma de los cubanos  (4)”.

     Después del desfile triunfal, oficiales y soldados se diseminaron por las  calles para confraternizar con sus compatriotas del extremo  Occidente.

     “Estaba jugando con los amiguitos en la calle principal del pueblo __contaba Isaac Valdés a los 86 años__ cuando sentí una mano sobre la cabeza y vi un hombre grande que me miraba y sonreía. En su solapa lucían muchas estrellas. Era Maceo. Su físico macizo, alto ancho de espaldas, piernas ligeramente arqueadas por el hábito de montar a caballo. Cabello entrecano, pero rostro fresco donde relampagueaban brillantes los ojos negros. De mirada profunda, escrutadora, aunque dulce como la de un niño. La voz pausada y suave con acento ligeramente gutural, así era Maceo y esa suave voz… se oyó en el pueblecito más occidental, dirigiéndose a un niño  (5)…”

     Los voluntarios e integristas huyeron ante la proximidad de la columna mambisa porque creyeron que iban a ser víctimas de represalias. El propio general Maceo encargó al teniente alcalde José Fernández trasladarse al fortificado pueblo de Los Arroyos para convencerlos de los verdaderos objetivos de la Revolución libertaria e instarlos a “regresar a sus hogares con las armas o sin ellas en la seguridad de que no serán molestados en lo más mínimo por ninguna fuerza cubana  __les dice en la carta que portaba Fernández__ y me servirá de viva satisfacción si una vez logrado ese paso se dedican al cuidado de sus familiares, separados por completo de las luchas políticas tan detestables cuando sirven para el sostenimiento de un gobierno inicuo y enemigo capital de todo lo que sea interés noble y bienestar del país  (6)”.

     Todos retornaron a sus casas no sin antes entregar al Ejército Libertador cincuenta fusiles y más de cuatro mil balas.

     El Estado Mayor de la Columna Invasora acampó en  la  finca Tres Palmas, propiedad de Remigio Roca, de altos y frondosos mangos, próxima al río, en el barrio conocido como “la Tierra Baja”.

  El resto de la columna invasora acampó a todo lo largo del camino, hasta el barrio de Guayabo, más allá de Montezuelo.

     Maceo se hospedó en la casa de Hildefonsa Izquiero,  una mulata independentista ya entrada en años que vivía en la esquina conformada por la Calle Real y el camino a Montezuelo en el barrio nombrado “la Tierra Baja”.

     Frente a la casa de Hidelfonsa Izquierdo, vivía Carlota Castro, junto a la familia de Justo Catá y Catalina Urquiola, -según contó una hermana de la mantuana Nieves Catá, quien fuera testigo presencial de los hechos. En una habitación desocupada de la  casa, por orden de Maceo,    redactó José Miró el informe enviado al Delegado Estrada Palma en Nueva York, con fecha 23 de enero.

Compendio   de las operaciones militares realizadas por el Ejército Invasor, desde su salida de Baraguá, Oriente,  hasta su llegada a Mantua, con notas, apéndices, cuadros estadísticos de las bajas sufridas y armamento ocupado al enemigo, de las distancias y sitios recorridos, así como una copia certificada del acta del Ayuntamiento de Mantua.”

Estos documentos fueron publicados por Estrada Palma en un folleto titulado “La invasión de Occidente” (Imprenta América, Nueva York, 1896); distribuido profusamente en todos los países del Nuevo Mundo.

    A través de informes recibidos del campesinado, el Titán de Bronce fue puesto sobre aviso acerca del movimiento de tropas enemigas desembarcadas en la provincia de Pinar del Río con el propósito de sorprenderlo en el extremo más occidental de la isla. El propio día 22. Maceo instruyó al coronel Pedro Vargas Sotomayor para que con algunos escuadrones pinareños  y el Regimiento de Tiradores partiera de inmediato, aunque sin forzar las marchas hacia los puntos más estratégicos; los caseríos de Tenería, los Portales, Punta de la Sierra, Luis Lazo, e Isabel María. El sagaz general explicó a su subalterno que si encontraba al enemigo, lo batiera con firmeza y tomara rumbo a Viñales con el objetivo de situarse en la misma región que cruzara durante la Invasión. El coronel partió de inmediato a cumplir su nueva misión.

     “… Era  Sotomayor __plasmó José Luciano Franco__ uno de los más brillantes oficiales de Maceo, valiente y de extraordinaria capacidad, por cuya razón se le confiaba una misión que requería excepcionales condiciones para cumplirla cabalmente (7)”.

NOTAS

  • Miró Argenter José. Crónicas de la Guerra. Ediciones Huracán. Instituto Cubano del Libro, La Habana 1970. Tomo III, p. 101.
  • Revista Cuba Internacional 1976 pp. 4-5.
  • Miró Argenter José. Crónicas de la Guerra. p. 102.
  • 80 años: de Baraguá a Mangos de Roque. Suplemento del  periódico Juventud Rebelde, 21 de enero 1976, p. 9.
  • Ib.
  • Franco José Luciano. Antonio Maceo. Apuntes para una historia de su vida. Tomo III, p.51.
  • Ob. cit. pág 51.

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