Hace algunos años leí un relato desgarrador, una reconstrucción muy bien lograda acerca de los últimos momentos de los pasajeros del vuelo 455 de Cubana de Aviación, destruido frente a las costas de Barbados, en 1976.
Tenía entonces seis años y no podía comprender con magnitud real la desgracia y el dolor profundo causado a tantas familias de cubanos. Con seis años de edad no se tienen nociones objetivas del sufrimiento propio o ajeno.
Me eduqué en el repudio al hecho; aprendí el nombre y el apellido de la bestia responsable del magnicidio, y formé en mi conciencia la idea preclara de la justicia, del bien y del mal, en la que tuvo una pizca de aporte el salvajismo de Barbados.
Todo dejó de ser una simple y llana teoría el día que accidentalmente me encontré leyendo aquellos minutos de dolor anónimo, reconstruidos por la pluma de alguien que, al igual que yo, llegó por camino propio, al repudio aprendido de las generaciones anteriores al grito silencioso de dolor concentrado ante la crueldad, sin dudas ajena a la esencia humana, aunque haya quienes se empeñen en afirmar lo contrario.
El pasaje que más me golpeó fue el de una niña de unos siete años que al estallar el primer artefacto explosivo, la fuerza expansiva destruyó sus carnes inocentes, y el cinturón de seguridad penetró hasta sus caderas, caderas infantiles que el destino no ensancharía jamás para convertirla en mujer, madre de niños y niñas como ella.
Imagino el momento creador, cuando el escriba inspirado, plasmó la agonía humana de aquella pequeña, destrozada ante sus familiares, con vida apenas suficiente para ver el estertor de su retoño feliz, desgarrado por un egoísmo caníbal de la peor ralea.
Recuerdo los “manejos legales”, enrutados a la liberación de la Bestia Carriles, acusado de inocentes y accidentales cargos de violación de trámites migratorios y entrada ilegal a los Estados Unidos.
Trámites legales, violación de leyes migratorias, entrada ilegal al país Campeón de la democracia y los derechos humanos…. así fueron las cosas para el asesino que murió feliz y sin saldar la deuda.
Ya no cabe en el pecho tanto llanto, tanta viudez, tanta orfandad, tantas vidas cambiadas para siempre por los instintos carniceros del genocida y el Gobierno de los Estados Unidos tuvo la ligereza y el descaro hipócrita de hablar de trámites migratorios…. ellos, los campeones de la libertad; tal como dice Arjona en una de sus canciones: “en mi barrio la más religiosa era, Doña Carlota, hablaba de amor al prójimo y me pinchó cien pelotas.

La vergüenza ante las víctimas, ante las carnes quemadas, los esfuerzos desesperados de los hombres viriles que conducían la aeronave; la conmoción ante el montón de chatarra, testigo mudo y sepultura de sueños y planes futuros, son los sentimientos que debieron guiar a aquellos que tan mojigatamente encubrieron los crímenes de Posada el carnicero, para presentarlo ante el mundo como un luchador por la “democracia y los derechos del hombre”.
Si hay un Estado que sacrifica a sus ciudadanos para lograr golpes de efecto que garanticen las manos sueltas, para hacer de su propio país un coto de caza y del mundo un polígono donde desahogar el efecto de su arsenal militar, (recuerden el Maine, Pearl Harbor, el 11 de septiembre y cuantas emburujadas más se les han ocurrido) no es entonces casual que presten la mayor ayuda a sus perros fratricidas.
El mundo no debe olvidar jamás que Posada Carriles sostenía la punta de la lanza. Suciedad, en fin, del mismo saco.
Posada, murió de causas naturales, prófugo de la justicia de los pueblos, pero se llevó consigo el estigma de haber vivido como un monstruo y haber sido para sus semejantes el ser repudiable que se apartó de la verdadera naturaleza humana para descender a la altura de las hienas, con perdón de ellas, por supuesto.
RPNS: 2199 ISSN: 2072-2222