Sinceros para todos los tiempos

Ser sinceros y andar por ahí con la verdad a flor de piel no puede ser problema. El mundo está lleno de falsedades condenatorias de los pobres y los desposeídos, y las causas justas ya son demasiado vilipendiadas como para permitirnos un mentirín que nos equipare a lo peor de esta humanidad.

La sinceridad es la cualidad de obrar y expresarse con verdad, sencillez y honestidad, sin fingimientos o segundas intenciones. Se fundamenta sobre el respeto y el apego a la verdad como valor esencial en nuestra relación con los demás e, incluso, con nosotros mismos.

Una persona sincera es aquella que dice y actúa conforme a lo que piensa o cree. No tiene dobleces, ni intenciones ocultas, no busca intrigar ni perjudicar a nadie.

Además, al ser sinceros, generamos confianza hacia nosotros y demostramos nuestra honestidad, eso sin contar que también nos permite proyectar nuestro valor y personalidad.

La sinceridad transita caminos diversos: para la mayoría es un bien, un recurso y una divisa, y también una fuente inagotable de problemas y enemistades. Pero si me preguntan, la prefiero, antes que moldearme a derroteros diferentes, alejados de mi ética personal.

Del Che Guevara lo que más admiré fue su actitud sincera, sobre todo porque mis primeras invenciones infantiles siempre me salieron fatales, también porque hay algo de cierto entre la mentira y la nariz y porque en definitiva, no es gran cosa la pifia inicial, sino la cadena que hemos de inventar para sostenerla.

No hay nada como decir lo necesario, lo real, lo que se precisa por doloroso, desagradable o aleccionador que pueda parecer.  Falsear informaciones, dar ilusorias esperanzas, es doblar la realidad hacia una dimensión de fracaso anunciado, porque la mentira dibuja toneladas donde hay apenas libras, presenta prosperidad donde la desdicha clava sus dientes y sobre todo, decepciona, desalienta y desmoviliza.

Y no digamos que no, pues por lo general sabemos cuando alguien miente: un dato que no concuerda, un lugar muy, muy lejano, donde hay de todo, pero,  ahora no podemos llegar; un divorcio entre el papel y la tarima, una promesa de reiterado incumplimiento, en fin, una mentira.

Sabemos cuando nos mienten, lo que queda es nuestra actitud: o aceptamos o desmentimos en acto ejemplarizante que quite las ganas de una vez y para siempre  a la persona con tan inútil estrategia en estos tiempos.

Así nos vamos perfilando, unos pocos todavía en las nubes, detenidos en el tiempo, enfrascados en reproducir viejos y anquilosados esquemas, decididos a jugar el juego, el viejo juego del gato y el ratón, sin percatarse que, este último ya hizo maestrías y doctorados para contrarrestar al gato.

La mayoría apuesta por un enfoque diferente, un estilo que construya el país desde la perspectiva martiana, fidelista, la máxima del hombre sincero, pase lo que pase, sin evitar un tema, sin desviar la atención hacia las ramas, mientras el tronco arde, sin admitir la mentira, porque tras ella viene el trago amargo de la pérdida y la ruptura que no nos podemos permitir, que no vamos a permitir.

El llamado es a ser sinceros, a rescatar la solidaridad y la empatía y a la capacidad de ser realistas sin ser amargos, a ser soñadores, sin despegarnos del suelo, a ser perseguidores de la felicidad sin ser populistas, a construir puentes donde existan ríos y sobre todo, a enseñar a nuestros hijos que una verdad, por pequeña que sea, es más grande e importante que el confín del universo, porque les mostrará  a las generaciones por venir, quiénes éramos y de qué madera estábamos hechos.

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